Domingo Universal de las Misiones, mensaje de Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos hoy el octogésimo Domingo Mundial de las Misiones (DOMUND). Fue instituido por el Papa Pío XI, quien dio un fuerte impulso a las misiones «ad gentes», y en el Jubileo de 1925 promovió una grandiosa exposición convertida después en la actual Colección Etnológico-Misionera e los Museos Vaticanos. Este año, en el acostumbrado mensaje con motivo de esta jornada, he propuesto como tema «La caridad, alma de la misión». De hecho, la misión, si no es alentada por el amor, queda reducida a actividad filantrópica y social. Para los cristianos, sin embargo, tienen vigor las palabras del apóstol Pablo: «el amor de Cristo nos apremia» (2 Corintios 5, 14).
La caridad que movió al Padre a enviar a su Hijo al mundo, y al Hijo a entregarse por nosotros hasta la muerte de cruz, esa misma caridad ha sido derramada por el Espíritu Santo en el corazón de los creyentes. Cada bautizado, como sarmiento unido a la vida, puede cooperar en la misión de Jesús, que se resume así: llevar a toda persona la buena noticia: «Dios es amor» y, precisamente por este motivo, quiere salvar al mundo.
La misión surge del corazón: cuando uno se detiene a rezar ante el Crucifijo, con la mirada puesta en ese costado traspasado, no se puede dejar de experimentar dentro de uno mismo la alegría de experimentar que se es amado y el deseo de amar y de hacerse instrumento de la misericordia y la reconciliación. Es lo que le sucedió, hace precisamente ochocientos años, al joven Francisco de Asís, en la pequeña iglesia de San Damián, que entonces estaba derruida. Desde lo alto del Crucifijo, custodiado ahora en la Basílica de Santa Clara, Francisco escuchó a Jesús que le decía: «Vete, repara mi casa, pues ya ves que está en ruinas». Aquella «casa» era ante todo su misma vida, que había que «reparar» mediante una auténtica conversión; era la Iglesia, no la que está hecha de ladrillos, sino de personas vivas, que siempre necesita purificación; era también toda la humanidad, en la que Dios quiere hacer su morada. La misión siempre nace del corazón transformado por el amor de Dios, como lo testimonian innumerables historias de santos y de mártires, que de diferentes maneras han gastado la vida al servicio del Evangelio.
La misión es, por tanto, una cantera en la que hay lugar para todos: para quien se compromete a realizar en su propia familia el Reino de Dios; para quien vive con espíritu cristiano el trabajo profesional; para quien se consagra totalmente al Señor; para quien sigue a Jesús Buen Pastor en el ministerio ordenado al Pueblo de Dios; para quien se va específicamente a anunciar a Cristo a quienes todavía no le conocen. Que María Santísima nos ayude a vivir con un nuevo empuje, cada quien en la situación en que le ha puesto la Providencia, la alegría y la valentía de la misión.
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