¿Qué cree la Iglesia?

Gracias a las exploraciones que hace Monjaguerrillera por el ciberespacio me dio la oportunidad de toparme con un documento de 1993, en que escribía Cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, el artículo se llama "Qué cree la Iglesia". Hoy quiero compartir con uds. algunos párrafos.

Aventurarse en nuevos campos era bueno y necesario, pero sólo a condición de que semejante aventura naciera de la luz central de la fe y estuviera sostenida por ella. La fe no tiene consistencia por sí misma. No se la puede presuponer como una cosa ya concluida en sí. Hay que revivirla continuamente. Y porque es un acto que abarca todas las dimensiones de nuestra existencia, hay que repensarla también constantemente y testimoniarla siempre de nuevo. Por eso los grandes temas de la fe (Dios, Cristo, Espíritu Santo, gracia y pecado, sacramentos e Iglesia, muerte y vida eterna) nunca son temas viejos. Son siempre temas que nos afectan en lo más profundo.

¿Qué cree la Iglesia? Esta pregunta incluye estas otras: ¿quién cree y cómo cree? El Catecismo ha tratado juntas ambas cuestiones fundamentales, la cuestión del qué y la del quién de la fe, como una unidad interior.(...)La fe es una orientación de toda nuestra existencia. Es una decisión fundamental que tiene efectos en todos los ámbitos de nuestra vida y que se realiza sólo si está sostenida por todas las fuerzas de nuestra existencia.

La fe no es un proceso sólo intelectual, ni sólo de la voluntad, ni sólo emocional; es todo esto a la vez. Es un acto de todo el yo, de toda la persona en su unidad e integridad. En este sentido en la Biblia aparece como un acto del "corazón" (Rm 10,9). Es un acto altamente personal. Pero precisamente porque es un acto personal, supera el yo, trasciende los límites del individuo. Nada nos pertenece tan poco como nuestro yo, decía San Agustín. Cuando está en juego el ser humano como un todo, el hombre se supera a sí mismo; un acto de todo el yo es al mismo tiempo también un abrirse a los demás, un acto del ser-con. Más aún: no puede realizarse sin que toquemos nuestro fundamento más profundo, el Dios vivo, que está presente en lo más profundo de nuestra existencia y la sostiene. Cuando está en juego el ser humano como un todo, junto con el yo está también en juego el nosotros y el tú del totalmente otro, el tú de Dios. Pero esto significa también que en semejante acto se supera el ámbito de la acción puramente personal. El ser humano en cuanto ser creado es en lo más profundo de sí mismo no sólo acción, sino también pasión, no sólo ser que da, sino también ser que acoge.

La fe cristiana es esencialmente encuentro con el Dios vivo. Dios es el verdadero y último contenido de nuestra fe. En este sentido el contenido de la fe es muy simple: creo en Dios. Pero la realidad más simple es también siempre la realidad más profunda y que abarca todo. Podemos creer en Dios porque Dios nos toca, porque El está en nosotros y porque El se acerca a nosotros desde fuera. Podemos creer en El porque existe Aquel que El ha enviado: él "ha visto al Padre" (Jn 6, 46), dice el Catecismo; "él es único en conocerlo y en poderlo revelar". Podemos decir que la fe es participación en la mirada de Jesús. En la fe él nos permite ver junto con él lo que él ha visto. En esta afirmación está incluida tanto la divinidad de Jesucristo como su humanidad: por ser el Hijo de Dios, él ve continuamente al Padre; por ser hombre, nosotros podemos mirar junto con él; y por ser ambas cosas al mismo tiempo, Dios y hombre, él ya no es una persona del pasado ni está solamente en la eternidad, sustraído a todo tiempo, sino que está siempre en el centro del tiempo, siempre vivo, siempre presente.

Si hablamos de la historia de Dios con la humanidad, se toca con ello también el problema del pecado y de la gracia. Si se toca el problema de cómo nos encontramos con Dios, hay que hablar del problema de la liturgia, de los sacramentos, de la oración, de la moral. Pero mi intención no es desarrollar ahora todo esto al detalle. Lo que me importa propiamente es la consideración de la unidad interior del acto de fe, que no es un conjunto de proposiciones, sino un acto simple e intenso en cuya simplicidad está contenida toda la profundidad y amplitud del ser. Quien habla de Dios habla del todo; aprende a distinguir lo esencial de lo accesorio y descubre algo de la lógica interna y de la unidad de todo lo real, aunque sea siempre "como en un espejo, de una manera confusa e imperfecta" (1 Cor 13,12), para que la fe sea fe y no se convierta en visión.

Es propio de la catequesis el itinerario interior hacia Dios. San Ireneo dice en este sentido que debemos acostumbrarnos a Dios, como Dios se ha acostumbrado a nosotros, los hombres, en la encarnación. Debemos familiarizarnos con el estilo de Dios, aprender a llevar en nosotros su presencia. Dicho con una expresión teológica: debe liberarse en nosotros la imagen de Dios, lo que nos hace capaces de una comunión de vida con El.(...)El proceso del conocimiento es un proceso de asimilación, un proceso vital. El nosotros, el qué y el cómo de la fe están estrechamente unidos. Ahora se hace visible también la dimensión moral del acto de fe: éste implica un estilo de existencia humana que no producimos nosotros mismos, sino que aprendemos lentamente mediante la inmersión en nuestro ser de bautizados. El sacramento de la penitencia es ese siempre renovado sumergirnos en las aguas del bautismo, en el que continuamente Dios actúa en nosotros y nos atrae nuevamente hacia El. La moral forma parte del cristianismo, pero esta moral es siempre parte del proceso sacramental que nos convierte en cristianos y en el que nosotros no somos solamente actores, sino siempre en primer lugar receptores, en una recepción que significa transformación.

Quien encuentra a Dios, ha encontrado todo. Pero nosotros podemos encontrar a Dios porque El se ha acercado a nosotros primero y se ha dejado encontrar. El es el que actúa en primer lugar y por eso la fe en Dios es inseparable del misterio de la encarnación, de la Iglesia, de los sacramentos. Todo lo que se dice en la catequesis es explicitación de la única verdad que es Dios mismo: el amor que mueve el sol y las demás estrellas (Dante, Paraíso, 33,145).

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