Muerte Cerebral y Donación de Órganos

Ha sido muy controversial un artículo escrito por Lucetta Scaraffia y publicado en L'Osservatore Romano en que se cuestiona la validez de la muerte cerebral como criterio definitorio de un cadáver, diciendo que tal validez es "opinable". Llevando a varios malentendidos, e incluso diciendo que la Iglesia se tiene que replantear la definición de Muerte.


Hoy en día, al parecer se nos olvida que la definición que tenemos de muerte lleva apenas 40 años, con el "Informe de Harvard", que hacía referencia a la muerte cerebral como el momento irreversible de una persona a volver a la vida, y que este sería el signo más claro de la muerte de ésta.

El Vaticano en el año 2000, reafirmó esta postura, no desde el punto de vista fisiológico, sino desde el punto de vista antropológico. Juan Pablo II, es su discurso afirmaba que:

El reconocimiento de la dignidad singular de la persona humana implica otra consecuencia: los órganos vitales singulares sólo pueden ser extraídos después de la muerte, es decir, del cuerpo de una persona ciertamente muerta. Esta exigencia es evidente a todas luces, ya que actuar de otra manera significaría causar intencionalmente la muerte del donante al extraerle sus órganos. De aquí brota una de las cuestiones más recurrentes en los debates bioéticos actuales y, a menudo, también en las dudas de la gente común. Se trata del problema de la certificación de la muerte. ¿Cuándo una persona se ha de considerar muerta con plena certeza?

Al respecto, conviene recordar que existe una sola "muerte de la persona", que consiste en la total desintegración de ese conjunto unitario e integrado que es la persona misma, como consecuencia de la separación del principio vital, o alma, de la realidad corporal de la persona. La muerte de la persona, entendida en este sentido primario, es un acontecimiento que ninguna técnica científica o método empírico puede identificar directamente.

Pero la experiencia humana enseña también que la muerte de una persona produce inevitablemente signos biológicos ciertos, que la medicina ha aprendido a reconocer cada vez con mayor precisión. En este sentido, los "criterios" para certificar la muerte, que la medicina utiliza hoy, no se han de entender como la determinación técnico-científica del momento exacto de la muerte de una persona, sino como un modo seguro, brindado por la ciencia, para identificar los signos biológicos de que la persona ya ha muerto realmente.

5. Es bien sabido que, desde hace tiempo, diversas motivaciones científicas para la certificación de la muerte han desplazado el acento de los tradicionales signos cardio-respiratorios al así llamado criterio "neurológico", es decir, a la comprobación, según parámetros claramente determinados y compartidos por la comunidad científica internacional, de la cesación total e irreversible de toda actividad cerebral (en el cerebro, el cerebelo y el tronco encefálico). Esto se considera el signo de que se ha perdido la capacidad de integración del organismo individual como tal.

Frente a los actuales parámetros de certificación de la muerte -sea los signos "encefálicos" sea los más tradicionales signos cardio-respiratorios-, la Iglesia no hace opciones científicas. Se limita a cumplir su deber evangélico de confrontar los datos que brinda la ciencia médica con la concepción cristiana de la unidad de la persona, poniendo de relieve las semejanzas y los posibles conflictos, que podrían poner en peligro el respeto a la dignidad humana.

Desde esta perspectiva, se puede afirmar que el reciente criterio de certificación de la muerte antes mencionado, es decir, la cesación total e irreversible de toda actividad cerebral, si se aplica escrupulosamente, no parece en conflicto con los elementos esenciales de una correcta concepción antropológica. En consecuencia, el agente sanitario que tenga la responsabilidad profesional de esa certificación puede basarse en ese criterio para llegar, en cada caso, a aquel grado de seguridad en el juicio ético que la doctrina moral califica con el término de "certeza moral". Esta certeza moral es necesaria y suficiente para poder actuar de manera éticamente correcta. Así pues, sólo cuando exista esa certeza será moralmente legítimo iniciar los procedimientos técnicos necesarios para la extracción de los órganos para el trasplante, con el previo consentimiento informado del donante o de sus representantes legítimos. DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II CON OCASIÓN DEL XVIII CONGRESO INTERNACIONAL DE LA SOCIEDAD DE TRASPLANTES.


Por lo mismo, sólo cabe hacer frente a que la reflexión en torno al inicio de la muerte de la persona, y el criterio de la donación o no de los órganos no está puesta en discusión, lo que sí se discute son los criterios que se tienen para definir nuevamente la muerte cerebral, por el momento, la ciencia seguirá discutiendo estos puntos, pero la Iglesia seguirá firme en las convicciones morales para ayudar al prójimo, y de esta forma no descarta la donación de órganos como la forma de caridad más grandes después de esta vida.

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